Pentecost Sunday (2025)

The disciples rejoiced when they saw the Lord.” That line is everything. Not: the disciples rejoiced because their problems were solved. Not: they rejoiced because the Romans were gone. Not: because they felt better. They rejoiced because they saw the Lord. It is the only joy that cannot be faked. This Sunday, the Easter season comes to its climax—not with fanfare, but with breath. With mission. With mercy. The Risen Christ enters into a room of fear and transforms it—not by changing the circumstances, but by revealing himself. And they rejoiced. That is Pentecost. It is not, first of all, about fire and wind. It is about seeing Him. Knowing He is alive. Letting His breath become ours. In the words of T.S. Eliot: “We had the experience but missed the meaning. And approach to the meaning restores the experience.” (Four Quartets)

The world offers us many distractions, many pleasures, even temporary happiness. But it does not offer joy. Because joy has a name. And his name is Jesus. The early disciples didn’t rejoice because their fear disappeared. They rejoiced because they saw Jesus—and from that moment on, they understood: the center of everything is not death, but love stronger than death. This joy is not fragile. It is born of scars and breath and mission. This is why the Paschal Candle is extinguished today—not because the light has gone out, but because it has moved inside us. The joy is not external anymore. It is Christ within us, breathing through us, sending us. To mark the solemnity, I turned again to Bach’s “Jesu, Joy of Man’s Desiring.” It doesn’t erupt; it flows. It doesn’t overwhelm; it carries. The melody walks gently, as if the soul were breathing through each note. There is discipline, yes—but also something almost tender, like reverence turned into sound. It feels like Pentecost: not loud, not theatrical, but quietly certain. A music born not of emotion, but of vision. Like the disciples’ joy when they saw Him. In a culture that markets happiness but dreads silence, the Church offers this: a quiet room, a locked door, and suddenly… Jesus. And we rejoice. Because He is here. Come, Holy Spirit. Come, true Joy. Come, Lord Jesus! • AE


St. Joseph Catholic Church (Dilley, TX) • Weekend Schedule

Fr. Agustin E. (Parish Administrator)

Saturday, June 7, 2025.

10.00 a.m. Sacrament of Baptism for Avery Garcia

5.00 p.m. Sacramento de la Confesión

6.00 p.m. Santa Misa.

Sunday, June 8, 2025

8.00 a.m. Sacrament of Reconciliation

8.30 a.m. Holy Mass.

10.30 p.m. Sacrament of Reconciliation.

11.00 a.m. Holy Mass.


Domingo de Pentecostés (2025)

Del cielo vino el Fuego sin medida,
la llama que no quema, pero inflama.
El Viento que despierta y que proclama
la paz que da sentido a nuestra vida.

No temas, alma, ya no estás vencida:
el Soplo de su amor todo lo llama.
Y aunque el temor persista y el mundo exclama,
el gozo del Señor será tu huida.

Nos unge con su Espíritu el Cordero,
nos lanza a perdonar, sembrar, sanar…
y arde el corazón, callado y verdadero.

Iglesia, no te canses de esperar:
respira, canta, late el Dios sincero
que en lenguas de unidad quiere habitar

“Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.” No porque el peligro hubiera pasado, ni porque todo estuviera claro, ni siquiera porque comprendieran lo que estaba sucediendo. Se llenaron de alegría porque lo vieron. Y en esa mirada se abrió una certeza nueva: que el mundo no está abandonado, que la muerte no tiene la última palabra, que el amor permanece herido pero vivo. Es una alegría distinta. No depende del estado de ánimo ni del clima ni de que todo salga bien. Es más bien la alegría que se enciende cuando uno se sabe habitado, alcanzado por una presencia que no necesita imponerse para ser real. En Pentecostés celebramos ese momento en que los ojos vencieron al miedo. El Resucitado no elimina la fragilidad de sus apóstoles, la habita. Se deja ver, muestra sus heridas, respira sobre ellos. Y ese aliento —más que viento, más que fuego— cambia el ritmo del mundo. Es el principio de algo que no termina. Hay alegrías más ruidosas, más visibles, más breves. Pero esta es una alegría que se sostiene incluso en la noche. La reconoce quien ha esperado mucho. Quien ha llorado sin dejar de creer. Quien alguna vez, en medio del encierro, lo ha visto entrar sin avisar, sin pedir permiso, solo para decir: “La paz esté con ustedes.”

Pensaba en todo esto mientras volvía a escuchar el segundo movimiento del Concierto para piano n.º 2 de Rachmaninov. Hay en ese adagio sostenuto algo que parece venir desde lejos, como si la música saliera lentamente del encierro, de la sombra, hasta alcanzar una especie de claridad luminosa que no es euforia, sino consuelo. No es difícil imaginar a los discípulos así, como esa melodía que va levantándose desde el silencio, casi con pudor, hasta llenarse de vida. Y recordé tambien aquella frase de Paul Claudel, escrita después de una experiencia de conversión en Notre-Dame de París: “De pronto sentí en lo más profundo de mí mismo la presencia de alguien que me amaba.” Eso fue Pentecostés para los discípulos: no una idea, no una emoción, sino una Presencia. Alguien vivo. Alguien que los amaba. Y eso sigue siendo la raíz de nuestra fe. La alegría cristiana no es decorativa. Es una alegría de cicatrices. Pero precisamente por eso, es verdadera. Y porque es verdadera, dura. Pentecostés no es un recuerdo litúrgico. Es una manera de mirar el mundo. Una forma de saber que, por más cerradas que estén las puertas, Él puede entrar. Y cuando eso ocurre —cuando volvemos a verlo— el corazón se llena de una alegría que el mundo no puede fabricar… y que tampoco puede quitar • AE


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