
Some requests are born of quiet awe. Like the moment when a disciple, watching Jesus at prayer, simply says: “Lord, teach us to pray.” He doesn’t ask for a miracle, a sign, or a deep teaching. He just wants to learn how to pray —like that. Because watching Jesus pray, he intuits something deeper than words: prayer is the heart of his life, his strength, his refuge, his secret joy. And Jesus doesn’t respond with a system, a theory, or a mystical technique. He just says: “When you pray, say: Father.” That’s it. Just that one word —Father— and everything unfolds. No fancy phrases. No complicated instructions. The starting point of all Christian prayer is not eloquence, but relationship. The one who prays as Jesus did, prays as a child: freely, confidently, with trust that the Father is not a distant ruler, but a loving presence who always listens. That’s why Jesus tells a little story about someone knocking at midnight, asking for bread. Not to show that God is reluctant to help, but to say: don’t stop asking. Not because God is hard to persuade, but because prayer changes us. It matures our desire. It purifies our motives. It draws us deeper into communion. Most of all, it teaches us that the greatest gift is not what we ask for —but the very Spirit of God.
The real miracle of prayer is not getting what we want, but learning to want what God gives. Not changing God’s mind, but letting God reshape ours. “What father,” Jesus says, “would give his child a snake instead of a fish?” The answer is obvious. And if we, who are flawed, still know how to give good gifts, how much more will our heavenly Father give the Holy Spirit to those who ask? Maybe that’s what prayer is really about: not fixing things, but receiving the Spirit. Not controlling the outcome, but learning to dwell in trust. Not escaping reality, but entering it with open eyes and a hopeful heart. Music can open that space too. Maurice Duruflé’s Pater Noster, based on the solemnity of Gregorian chant, doesn’t try to impress. It simply rises —quietly, reverently— like a whispered “Father” in the stillness of night. And literature, too, can carry us there. In Middlemarch, George Eliot writes, “Prayer is the strongest thing a man can do.” And she’s right. True prayer is never passive. It’s the soul’s way of standing firm —in suffering, in beauty, in longing— trusting that God is near, and still at work. So maybe the most honest, most human, most powerful prayer we can offer is still the same: Lord, teach us to pray. And stay with us as we learn • AE

St. Joseph Catholic Church (Dilley, TX) • Weekend Schedule

Fr. Agustin E. (Parish Administrator)
Saturday, July 26, 2025.
5.00 p.m. Sacramento de la Confesión
6.00 p.m. Santa Misa.
Sunday, July 27, 2025
8.00 a.m. Sacrament of Reconciliation
8.30 a.m. Holy Mass.
10.30 p.m. Sacrament of Reconciliation.
11.00 a.m. Holy Mass.
XVII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Hay peticiones que nacen de una intuición silenciosa, como la de aquel discípulo que vio a Jesús rezando y se atrevió a decir: “Señor, enséñanos a orar”. No le pidió un milagro, ni una enseñanza espectacular. Le pidió aprender a entrar en el corazón mismo de Jesús. Porque al verlo orar, comprendió —quizá sin palabras— que la oración era el secreto de su vida, su fuente, su alimento, su casa. Jesús no responde con teorías ni con normas. Dice simplemente: “Cuando oren, digan: Padre”. Y en esa palabra está todo. No un título genérico, sino una relación. No una fórmula mágica, sino un vínculo. No hay oración cristiana sin filiación. El que ora como Jesús lo hizo, ora como hijo. Ora con confianza, con ternura, con la libertad de quien sabe que el Padre no juega a esconderse, ni a castigar, ni a manipular. Solo sabe amar. Por eso el Padre no es presentado como un juez severo ni como un amo poderoso, sino como alguien que escucha incluso de noche, aunque ya esté con la puerta cerrada y los hijos acostados. Jesús nos invita a insistir, no porque Dios sea difícil de convencer, sino porque la insistencia nos transforma. Perseverar en la oración es dejar que el deseo madure. Es aceptar que no todo se resuelve enseguida, y que muchas veces lo que necesitamos no es que cambie el mundo, sino que cambie nuestro corazón. Ese es el verdadero milagro de la oración: no que Dios haga nuestra voluntad, sino que nosotros entremos en la suya. No que las cosas salgan como queremos, sino que aprendamos a vivir en clave de confianza. “¿Qué padre le daría a su hijo una serpiente cuando pide un pez?”, pregunta Jesús. Y la respuesta es tan clara que no necesita explicación. Dios no da cosas peligrosas cuando le pedimos lo bueno. Pero su mayor regalo no es el pan ni la salud ni la solución inmediata. Su mayor regalo es el Espíritu. El Espíritu que consuela, que guía, que purifica, que sostiene. Tal vez por eso, cuando ya no sabemos qué pedir, o cómo seguir, lo más cristiano que podemos hacer es repetir esa súplica sencilla y luminosa: Señor, enséñanos a orar. No para decir cosas bonitas, ni para lograr efectos, sino para aprender a estar. A confiar. A vivir como hijos. La música también puede ayudarnos a entrar en esa clave. Pienso en el Pater Noster de Arvo Pärt, con su sobriedad casi monástica y su línea melódica inspirada en el canto gregoriano. No busca impresionar, sino elevar. Como quien susurra “Padre” en medio del silencio, sabiendo que el verdadero milagro ocurre en lo escondido. Y en la literatura, esta escena evangélica recuerda una frase inolvidable de George Eliot en Middlemarch: “La oración es lo más fuerte que un hombre puede hacer.” En una novela llena de tensiones humanas, Eliot intuye que la oración no nos aleja del mundo, sino que nos ancla en él con mayor compasión. El que ora, no evade la realidad: la atraviesa con los ojos abiertos • AE

Libros + Música + Verano





