
Caravaggio, Narcissus (1599), Oil on canvas, Galleria Nazionale d’Arte Antica, (Rome)
Qoheleth speaks from a place of deep honesty. His words are not bitter—they are lucid. He names the ache that haunts every human generation: the futility of grasping for permanence through things that perish. But in our time, that grasp has taken on a peculiar form: the endless self-gazing mirror of digital life. In the painting Narcissus by Caravaggio, the young man bends over a pool of water, mesmerized by his own reflection. He is so absorbed that he withers—cut off from the world, from love, from transcendence. His arms encircle the water, but he embraces nothing. It is the perfect image of our online selves: scrolling, comparing, curating, performing… and still, somehow, empty. Oscar Wilde, with his usual precision, gives us a similar warning in The Picture of Dorian Gray. Dorian, forever young on the outside, watches his secret portrait—his hidden soul—rot with every vain, selfish, and cruel choice. His beauty becomes his curse. He cannot bear to see the truth, and so he hides it… until it destroys him. Qoheleth would understand. He writes of the one who labors “with wisdom and knowledge and skill” only to hand everything over to someone who never toiled for it. “This also is vanity,” he cries. The legacy we obsess over, the image we fight to maintain, the approval we chase—these are sandcastles. And worse: they distract us from what actually matters. But Christianity never ends in despair. It doesn’t just unmask vanity—it offers truth. The Gospel invites us to step away from the mirror and look toward the Face of the Other. Christ, who had “no beauty that we should desire him,” is the only reflection that can save us. He does not flatter; He frees. He does not demand perfection; He offers communion. The antidote to vanity is not shame—it is love. To fix our gaze not on ourselves but on the Crucified, and in Him, to recover the truth of who we are: beloved, fallen, and redeemed. We are not the sum of our images. We are not our public persona. We are not our metrics. We are not our mirror. So today, let us put our phone down. Silence the urge to perform. Let us go to prayer—not to present yourself to God, but to let Him reveal Himself to you. You may find, to your surprise, that His gaze is nothing like your own. It is not cold or critical. It is full of mercy. And in that mercy, your restless heart may finally rest • AE

St. Joseph Catholic Church (Dilley, TX) • Weekend Schedule

Fr. Agustin E. (Parish Administrator)
Friday, August 1, 2025.
6.00 p.m. Holy Mass
6.45.p.m. Eucharistic Adoration (Sacrament of Confession available)
7.45. p.m. Eucharistic Benediction
Saturday, August 2, 2025
5.00 p.m. Sacramento de la Confesión
6.00 p.m. Santa Misa.
Sunday, August 3, 2025
8.00 a.m. Sacrament of Reconciliation
8.30 a.m. Holy Mass.
10.30 p.m. Sacrament of Reconciliation.
11.00 a.m. Holy Mass.
XVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

G. Bellini, Joven desnuda al espejo (1515), óleo sobre tabla, Kunsthistorisches Museum (Viena)
Vivimos tiempos de inflación del yo. Queremos que nos miren, que nos validen, que nos reconozcan. Y no de cualquier forma: exigimos ser admirados, celebrados, envidiados incluso. Lo disfrazamos de autoestima, pero en el fondo hay algo ansioso y frágil: el deseo constante de gustar, de no pasar desapercibidos, de construir una identidad que cause efecto. La red nos tienta a crear una versión ideal de nosotros mismos, con filtros y eslóganes, con frases que “inspiran” pero no transforman. Todo está calculado: la pose, la frase, el hashtag. Y sin embargo, cuanta más atención recibimos, más vacíos nos sentimos. Más pendientes del espejo. Más desconectados del alma. Emma Bovary, en la célebre novela de Flaubert, lo encarna con precisión dolorosa: cansada de su realidad, persigue una vida de emociones fuertes, belleza idealizada, experiencias intensas. Quiere ser alguien, sentirlo todo, tenerlo todo. Pero su narcisismo emocional la devora. No sabe amar ni dejarse amar. Solo proyecta y desea. Vive entre ficciones. Y acaba destruida. Nos puede pasar lo mismo: confundimos ser con ser vistos. Y no hay nada más agotador que vivir para los ojos de los demás. Frente a esa neurosis narcisista, Cristo es radicalmente distinto. Él no se promovió. No buscó «seguidores». No fabricó una imagen. Fue pobre, oculto, silencioso. Se despojó de todo brillo exterior para mostrarnos la gloria real del amor: la que no necesita llamar la atención. La humildad de Jesús no es baja autoestima: es libertad. Él no necesita demostrar nada porque está completamente enraizado en el amor del Padre. Su vida no gira en torno al “yo” sino al “tú”. Por eso sana. Por eso da descanso. Por eso, al mirarlo, el alma se desinfla… y respira.
Hay una cantata de Bach que lo expresa con sobrecogedora belleza: Ich habe genug – “Ya tengo bastante”. La canta un alma que ha descubierto que Dios basta. Que no necesita probar su valor ni ganar la estima del mundo. Que ha encontrado reposo en ser mirada por Dios y no por el público. Cuando uno llega a ese punto, se termina el teatro. Se callan los gritos interiores. Se puede vivir con paz. Se puede amar de verdad. Tal vez por eso, en este mundo donde todos parecen gritar “¡mírenme!”, el verdadero acto revolucionario sea bajar la voz, mirar a Cristo, y decir: basta de espejos; yo ya tengo bastante • AE

+ Lecturas de Verano





