
Signs and Wonders over Nuremberg (woodcut, 1561), Anonymous German broadsheet depicting celestial phenomena witnessed over Nuremberg on April 14, 1561.
The Gospel opens with admiration—and ends with collapse. People are speaking of beauty, of marble and gold, of a temple that seems eternal. And Jesus cuts through the conversation: “All this will fall.” The sentence lands like thunder in a peaceful afternoon. It exposes how easily we confuse permanence with holiness. What they saw as indestructible, He saw as fragile. What they took for God’s glory, He knew could become an idol. Faith begins right there, in the crack between admiration and truth. The disciples ask when it will happen, but Jesus doesn’t give them a calendar—He gives them courage. “Do not be deceived… do not be terrified.” It is not prediction but pedagogy: the art of teaching hearts to endure. History will shake, friendships will fracture, certainties will crumble, yet grace will not. In Four Quartets, T. S. Eliot captures this same stillness in the storm: “The end is where we start from.” Faith is that paradox—the capacity to begin again when everything else ends. It’s the quiet strength that listens for God not in stability, but in movement. And music can sometimes preach that truth better than words. The slow movement of Beethoven’s Seventh Symphony never denies its sorrow, yet it keeps walking forward, phrase after phrase, until lament becomes light. That is perseverance: not the absence of fear, but the refusal to let fear have the final word. The stones will fall, but love will endure. Perseverance is not resistance—it is grace learning to breathe amid ruins • AE
Composed in 1812, Beethoven’s Seventh Symphony is pure movement—music that seems to breathe and march at once. Its slow movement, solemn and human, rises out of sorrow without sinking into it: a meditation on endurance turned into sound.

St. Joseph Catholic Church (Dilley, TX) • Weekend Schedule

Fr. Agustin E. (Parish Administrator)
Sunday, November 16, 2025
8.00 a.m. Sacrament of Reconciliation
8.30 a.m. Holy Mass.
10.30 p.m. Sacrament of Reconciliation.
11.00 a.m. Holy Mass.
6.00 p.m. Santa Misa.
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Relieve del saqueo del Templo de Jerusalén, Arco de Tito, Roma (c. 81 d.C.) Soldados romanos desfilan portando la menorá y los tesoros sagrados del Templo tras su destrucción en el año 70. Este relieve conmemora la victoria del Imperio sobre Judea y da forma visible a las palabras de Jesús: «No quedará piedra sobre piedra.»
El Evangelio de este domingo tiene algo de estremecedor. Jesús mira el esplendor del templo —el orgullo de su pueblo— y dice: “No quedará piedra sobre piedra.” No lo dice con rabia ni con desprecio, sino con lucidez. Porque lo que se derrumba no siempre es castigo: a veces es la única forma de revelar lo que permanece. Nos cuesta aceptar que también lo sagrado puede ser efímero, que Dios, de vez en cuando, permite que nuestras seguridades tiemblen para que descubramos dónde está realmente el cimiento. Mientras unos piden fechas y señales, Jesús habla de otra cosa: perseverancia. “Con su perseverancia salvarán sus almas.” No se trata de predecir el final, sino de aprender a vivir con fidelidad en medio de lo incierto. En tiempos de confusión, la tentación no es el miedo, sino el ruido: creer en voces que prometen certezas inmediatas. Pero el Evangelio no nos llama a eso; nos llama a la calma interior del que espera sin rendirse. Teresa de Ávila lo entendió mejor que nadie: “Nada te turbe, nada te espante… la paciencia todo lo alcanza.” Esa paciencia no es pasividad, sino la forma más pura de esperanza. Si uno escucha con el alma abierta, hasta la música puede volverse oración. En el Andante de la Sinfonía “Del Nuevo Mundo” de Dvořák, el oboe canta una nostalgia que no desespera, una tristeza habitada por promesa. Así es la fe cuando madura: no ignora la pérdida, pero la atraviesa con confianza. Las catedrales pueden colapsar, los tiempos cambian, los nombres se olvidan. Pero el amor que se aferra a Dios, ese no se perderá jamás • AE
Compuesta en 1893 durante su estancia en Nueva York, la Sinfonía n.º 9 “Del Nuevo Mundo” de Antonín Dvořák es una de las obras más luminosas del repertorio sinfónico. En ella, el compositor checo entrelaza la melancolía de su tierra natal con los cantos espirituales afroamericanos que escuchó en América. Su música respira distancia y esperanza al mismo tiempo: es el sonido de un corazón que añora el hogar, pero que aprende a encontrarlo en cada horizonte nuevo.

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